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miércoles, 24 de septiembre de 2014
La mente herida (extraido del libro "La Maestria del amor" de Miguel Ruiz)
Has practicado toda tu vida para ser quien eres y lo
haces tan bien que te has convertido en un maestro de lo que crees que eres.
Eres un maestro de tu propia personalidad y de tus propias creencias; dominas
cada acción y cada reacción.
Cuando un niño tiene un problema con alguien, y se
enfada, por la razón que sea, el enfado hace que el problema desaparezca y de
este modo obtiene el resultado que quería. Entonces, vuelve a ocurrir, y vuelve
a reaccionar con enfado, ya que ahora sabe que, si se enfada, el problema
desaparecerá. Pues bien, después practica y practica hasta llegar a convertirse
en un maestro del enfado.
Pues bien, de esta misma manera es como nos convertimos
en maestros de los celos, en maestros de la tristeza o en maestros del
auto-rechazo. Toda nuestra desdicha y nuestro sufrimiento tienen su origen en
la práctica. Establecemos un acuerdo con nosotros mismos y lo practicamos hasta
que llega a convertirse en una maestría completa. El modo en que pensamos, el
modo en que sentimos y el modo en que actuamos se convierte en algo tan
rutinario que dejamos de prestar atención a lo que hacemos. Nos comportamos de
una manera determinada sólo porque estamos acostumbrados a actuar y a
reaccionar así. Pero para convertirnos en maestros del amor tenemos que
practicar el amor. El arte de las relaciones también es una maestría completa y
el único modo de alcanzarla es mediante la práctica. Por consiguiente, para
llegar a ser maestro en una relación hay que actuar.
La mente humana padece una enfermedad que se llama
miedo. La enfermedad del miedo se
manifiesta a través del enfado, del odio, de la tristeza, de la envidia y de la
hipocresía, y el resultado de esta enfermedad son todas las emociones que provocan
el sufrimiento del ser humano.
Todos los seres humanos padecen la
misma enfermedad mental. Los seres humanos vivimos con el miedo continuo a ser
heridos y esto da origen a grandes conflictos dondequiera que vayamos. La manera de relacionarnos los
unos con los otros provoca tanto dolor emocional que, sin ninguna razón
aparente, nos enfadamos y sentimos celos, envidia o tristeza. Incluso decir «te
amo» puede resultar aterrador. Pero, aunque mantener una interacción emocional
nos provoque dolor y nos dé miedo, seguimos haciéndolo, seguimos iniciando una
relación, casándonos y teniendo hijos.
Debido al miedo que los seres
humanos tenemos a ser heridos y a fin de proteger nuestras heridas emocionales,
creamos algo muy sofisticado en nuestra mente: un gran sistema de negación. En ese sistema de negación nos
convertimos en unos perfectos mentirosos. Mentimos tan bien, que nos mentimos a
nosotros mismos e incluso nos creemos nuestras propias mentiras. No nos
percatamos de que estamos mintiendo, y en ocasiones, aun cuando sabemos que
mentimos, justificamos la mentira y la excusamos para protegernos del dolor de
nuestras heridas.
El sistema de negación es como un
muro de niebla frente a nuestros ojos que nos ciega y nos impide ver la verdad.
Llevamos una máscara social porque resulta demasiado doloroso vernos a nosotros
mismos o permitir que otros nos vean tal como somos en realidad. El sistema de negación nos
permite aparentar que toda la gente se cree lo que queremos que crean de
nosotros. Y aunque colocamos estas barreras para
protegernos y mantener alejada a la gente, también nos
mantienen encerrados y restringen nuestra libertad. Los seres humanos se
cobijan y se protegen y cuando alguien dice: «Te estás metiendo conmigo», no es
exactamente verdad. Lo que sí es cierto es que estás tocando una de sus heridas
mentales y él reacciona porque le duele.Todas las personas que te rodean tienen
heridas llenas de veneno emocional.
Pero lo que nosotros somos en
realidad es puro amor; somos Vida. Cuando un ser humano nace, su mente y su cuerpo
emocional están completamente sanos. Quizás hacia el tercer o cuarto año de
edad empiecen a aparecer las primeras heridas en el cuerpo emocional y se
infecten con veneno emocional. Pero, si observas a los niños de dos o tres años
y te fijas en su manera de comportarse, verás que siempre están jugando. Los
verás reírse sin parar. Su imaginación es muy poderosa y su manera de soñar una
auténtica aventura de exploración. Cuando algo va mal reaccionan y se
defienden, pero, después, sencillamente se olvidan y vuelven a centrar su
atención en el momento presente para seguir jugando, explorando y
divirtiéndose. Viven el momento. No se avergüenzan del pasado y no se preocupan
por el futuro. Los niños pequeños expresan lo que sienten y no tienen miedo
a amar.
Lo que ha sucedido es que, cuando éramos pequeños, los
adultos ya padecían esa enfermedad mental, que nos trasmitieron captando
nuestra atención y enseñándonos a ser como ellos. Así es como trasladamos
nuestra enfermedad a nuestros niños y así es como nuestros padres, nuestros
profesores, nuestros hermanos mayores y toda una sociedad de gente enferma nos
la contagió a nosotros. Domesticamos a los seres humanos de la misma manera que
domesticamos a un perro o a cualquier otro animal: con castigos y premios. Esto
es perfectamente normal. Lo que llamamos educación no es otra cosa que la
domesticación del ser humano.
Al principio tenemos miedo de que nos castiguen, pero más
tarde también tenemos miedo de no recibir la recompensa, de no ser lo bastante
buenos para mamá o papá o un hermano o un profesor. De este modo es como nace
la necesidad de ser aceptado. Antes de eso no nos importa si lo estamos o no.
Las opiniones de la gente no son importantes y no lo son porque sólo queremos
jugar y vivir en el presente. El miedo a no conseguir la recompensa se
convierte en el miedo a ser rechazado.
Y el miedo a no ser lo bastante buenos para otra persona
es lo que hace que intentemos cambiar, lo que nos hace crear una imagen. Imagen
que intentamos proyectar según lo que quieren que seamos, sólo para ser
aceptados, sólo para recibir el premio. De este modo aprendemos a fingir que
somos lo que no somos y perseveramos en ser otra persona con la única finalidad
de ser lo suficientemente buenos para mamá, papá, el profesor, nuestra religión
o quienquiera que sea. Y con este fin practicamos incansablemente hasta que nos
convertimos en maestros de ser lo que no somos. Pronto olvidamos quienes somos
realmente y empezamos a vivir nuestras imágenes, porque no creamos una sola,
sino muchas diferentes, según los distintos grupos de gente con los que nos
relacionemos. Una imagen para casa, una para el colegio, y cuando crecemos,
unas cuantas más.
Y esto funciona de la misma manera cuando se trata de una
simple relación entre un hombre y una mujer. La mujer tiene una imagen exterior
que intenta proyectar a los demás, y cuando está sola, otra de sí misma. Lo
mismo pasa con el hombre, que también tiene una imagen exterior y otra
interior. Ahora bien, cuando llegan a la edad adulta, la imagen interior y la exterior
son tan distintas que ya casi no se corresponden.
Y como en la relación entre un hombre y una mujer existen
al menos cuatro imágenes, ¿cómo es posible que se lleguen a conocer de verdad?
No se conocen. La única posibilidad es intentar comprender la imagen. Pero es
preciso considerar más imágenes.
Cuando un hombre conoce a una mujer, se hace una imagen
propia de ella, y a su vez la mujer se hace una imagen del hombre desde su
punto de vista. Entonces él intenta que ella se ajuste a la imagen que él mismo
ha creado y ella intenta que él se ajuste a la imagen que se ha hecho de él.
Ahora, entre ellos existen seis imágenes. Evidentemente, aunque no lo sepan, se
están mintiendo el uno al otro. Su relación se
basa en el miedo, en las mentiras, y no en la verdad
porque resulta imposible ver a través de toda esa bruma.
De pequeños no experimentamos
ningún conflicto porque no fingimos ser lo que no somos. Nuestras imágenes no cambian
realmente hasta que empezamos a relacionarnos con el mundo exterior y dejamos
de tener la protección de nuestros padres. Esta es la razón por la que la
adolescencia resulta particularmente difícil. Aun en el caso de que estemos
preparados para sostener y defender nuestras imágenes, tan pronto intentamos
proyectarlas al mundo exterior, éste las rechaza. El mundo exterior empieza a
demostrarnos, no sólo particular, sino también públicamente, que no somos lo
que fingimos ser. De pequeños aprendemos que las opiniones de todas las
personas son importantes y dirigimos nuestra vida conforme a esas opiniones.
Necesitamos escuchar las opiniones de los demás porque estamos domesticados y esas
opiniones tienen el poder de manipularnos. Por eso buscamos el reconocimiento en
los otros; necesitamos el apoyo emocional de ellos; ser aceptados por el Sueño externo
a través de los demás. Esta es la razón por la que los adolescentes ingieren alcohol,
se drogan o empiezan a fumar. Sólo para ser aceptados por otras personas que opinan
que eso es lo que hay que hacer; sólo para que esa gente considere que están «en
la onda». Pero todas esas falsas imágenes que intentamos proyectar provocan un
gran sufrimiento en muchos seres humanos. Las personas fingimos ser muy
importantes, pero, a la vez, creemos que no somos nada. Ponemos mucho empeño en
ser alguien en el sueño de esa sociedad, en ganar reconocimiento y en recibir
la aprobación de los demás. Hacemos un gran esfuerzo para ser importantes, para
triunfar, para ser poderosos, ricos, famosos, para expresar nuestro sueño
personal e imponer nuestro sueño a las personas que nos rodean. ¿Por qué? Pues
porque creemos que el sueño es real y nos lo tomamos muy en serio.
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