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miércoles, 24 de septiembre de 2014
El hombre que no creía en el amor
Esta
es la historia sobre un hombre que no creía en el amor. Estaba convencido de
que el amor no existía. Había acumulado mucha
experiencia en su intento de encontrar el amor y había observado a la gente
que tenía a su alrededor. Este hombre tenía una gran inteligencia y resultaba
muy convincente. Había leído muchos libros, estudiado en las mejores
universidades y se había convertido en un erudito respetado. Sus argumentos
eran bastante lógicos y convenció a mucha gente con sus palabras. El amor no
existe.
Sin
embargo, un día, este hombre salió a dar un paseo por un parque, donde se
encontró, sentada en un banco, a una hermosa mujer que estaba llorando. Cuando
advirtió su llanto, sintió curiosidad, se sentó a su lado y le preguntó por qué
lloraba. Ella le respondió que estaba llorando porque el amor no existía. -¿Por
qué dice que el amor no existe? -le preguntó.
-Bueno,
es una larga historia -dijo ella-. Me casé cuando era muy joven, estaba muy
enamorada, llena de ilusiones y tenía la esperanza de compartir mi vida con el
que se convirtió en mi marido. Nos juramos fidelidad, respeto y honrarnos el
uno al otro, y así creamos una familia. Pero, pronto, todo empezó a cambiar. Yo
me convertí en la típica mujer consagrada al cuidado de los hijos y de la casa.
Mi marido continuó progresando en su profesión y su éxito e imagen fuera del
hogar se volvió para él en algo más importante que su propia familia. Me perdió
el respeto y yo se lo perdí a él. Nos heríamos el uno al otro, y en un momento
determinado, descubrí que no le quería y que él tampoco me quería a mí. Entre
nosotros no hay respeto ni amabilidad. Sé que, aunque encontrase a otra
persona, sería lo mismo, porque el amor no existe. No tiene sentido buscar algo
que no existe. Esa es la razón por la que estoy llorando.
Como
la comprendía muy bien, la abrazó y le dijo:
-Tiene
razón, el amor no existe. Buscamos el amor, abrimos nuestro corazón, nos
volvemos vulnerables y lo único que encontramos es egoísmo. Y, aunque creamos
que no nos dolerá, nos duele.
Se
parecían tanto que pronto se hicieron grandes amigos. Era una relación
maravillosa. Se respetaban mutuamente y nunca se humillaban el uno al otro.
Cada paso que daban juntos les llenaba de felicidad.
Un
día él, durante un viaje que lo había llevado fuera de la ciudad, tuvo una idea
verdaderamente extraña. Pensó: «Mmm, tal vez lo que siento por ella es amor. A
duras penas pudo esperar a volver a casa para hablarle de su extraña idea.
Decidieron convertirse en amantes y vivir juntos, e increíblemente, las cosas
no cambiaron entre ellos. Continuaron respetándose el uno al otro, apoyándose,
y el amor siguió creciendo cada vez más. El amor que sentía él llenaba de tal
modo su corazón que, una noche, le ocurrió un gran milagro. Estaba mirando las
estrellas y descubrió, entre ellas, la más bella de todas; su amor era tan
grande que la estrella empezó a descender del cielo, y al cabo de poco tiempo,
la tuvo en sus manos. Después sucedió otro milagro, y entonces, su alma se
fundió con aquella estrella. Se sintió tan inmensamente feliz que apenas fue
capaz de esperar para correr hacia la mujer y depositarle la estrella en sus
manos, como una prueba del amor que sentía por ella. Pero en el mismo momento
en el que le puso la estrella en sus manos, ella sintió una duda: pensó que ese
amor resultaba arrollador, y en ese instante, la estrella se le cayó de las
manos y se rompió en un millón de pequeños fragmentos. Ahora, un hombre viejo
anda por el mundo jurando que no existe el amor, y una hermosa mujer mayor
espera a un hombre en su hogar, derramando lágrimas por un paraíso que una vez
tuvo en sus manos pero que, por un momento de duda, perdió. Esta es la historia
del hombre que no creía en el amor.
El
que cometió el error de pensar que podía darle su felicidad a la mujer. La
estrella era su felicidad y su error fue poner su felicidad en las manos de
ella. La felicidad nunca proviene del exterior. Él era feliz por el amor que
emanaba de su interior; ella era feliz por el amor que emanaba de sí misma.
Pero, tan pronto como él la hizo responsable de su felicidad, ella rompió la
estrella porque no podía responsabilizarse de la felicidad de él. No importa
cuánto amase la mujer al hombre, nunca hubiera podido hacerle feliz porque
nunca hubiese podido saber qué es lo que él quería. Nunca hubiera podido
conocer cuáles eran sus expectativas porque no podía conocer sus sueños. No
importa cuánto ames a alguien, nunca serás lo que esa persona quiere que seas.
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