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lunes, 27 de junio de 2011

Debaten por qué a los chicos les cuesta tanto escribir sin faltas

El lenguaje de chats y las diferencias socio económicas afectan el aprendizaje.


La dificultad para aplicar las reglas aprendidas a los textos, la colocación de tildes en las palabras, el uso de celulares y chats y las diferencias socioeconómicas son algunos de los problemas que enfrentan los alumnos de escuela primaria en el proceso de aprendizaje de la escritura.

En una evaluación sobre caligrafía y ortografía realizada por la Unesco, la Argentina obtuvo una de las peores notas en relación a los desempeños de alumnos de tercer y sexto grado de América Latina: los estudiantes cometieron un error cada 10 palabras y presentaron dificultades a la hora de mostrar su caligrafía manual en un texto.

“En los últimos tiempos nos hemos vuelto muy pragmáticos, utilizando diversas estrategias. Sabemos que los chicos aprenden de distinta manera: mientras algunos al leer registran y se acuerdan por haber leído, otros necesitan escribir la palabra para retener su ortografía”, explica Cristina Carriego, doctora en Educación de la Universidad de San Andrés y vicedirectora del colegio Pestalozzi.

Otra de las cuestiones clave es “trabajar la conciencia de la posibilidad de error. Lo importante es que los chicos al llegar a escribir un sonido parecido –como la c, la s o la z–, se pregunten y tengan conciencia de que hay más de un camino a seguir y no todos son correctos”, argumenta Cecilia Cancio, licenciada en Ciencias Pedagógicas.

Si se piensa la alfabetización como construcción, los alumnos pasan por diversas etapas en las que la manera de escribir va transformándose de lo auditivo a la aplicación de las reglas. Los estudiantes de primer grado, por ejemplo, escriben “moscito” en lugar de mosquito. “En segundo grado ya no se ve” el mismo error, apunta Carriego.

El uso del lenguaje de los mensajes de texto y del chat también influye en las dificultades de aprendizaje. A los alumnos de quinto o sexto grado muchas veces “les cuesta diferenciar que en un texto académico, en una carta o un cuento no pueden poner la q con apóstrofe para reemplazar la palabra que”, explica la docente Cristina Ashardjian. Lo mismo ocurre con el uso del procesador de texto. “Influye mucho la utilización de la tecnología porque los chicos argumentan que lo que escriben se entiende igual”, agrega la docente.

Los mismos que pueden escribir muy bien en un espacio formal, se descuidan en espacios más informales: no usan tildes ni mayúsculas y abrevian palabras. “Entienden las diferencias pero no las aplican”, sostiene Cancio.

Por último, las especialistas reconocen que las diferencias de recursos socioeconómicos también se presentan como dificultades a la hora de aprender a escribir. “Inicialmente el aprendizaje de la escritura ortográfica tiene una fuerte relación con el nivel socioeconómico y el capital cultural de las familias”, asegura Carriego, quien como tesis doctoral analizó cuatro escuelas primarias de la Ciudad de Buenos Aires a través de una evaluación escrita a los alumnos de segundo grado.

Sin embargo, instituciones con un estatus similar “pueden generar mayor o menor valor agregado en el aprendizaje”, especialmente considerando que el conocimiento de la ortografía “requiere de procesos de enseñanza explícitos”, continuó Carriego. “Esto marca la importancia de la escuela, de lo que pasa en el aula y de las condiciones institucionales que deben compensar las diferencias de capital social y cultural”.

“En las escuelas públicas con poblaciones de menos recursos hay mucho para trabajar, mucho por hacer y se pueden lograr grandes cosas. Los chicos tienen capacidad de aprendizaje, a algunos les costará más pero se puede”, concluye

Clarin.com

La medicina avanzó, pero se perdió el trato personalizado

100 años de la Sociedad Argentina de Pediatría. Reconocidos pediatras recuerdan cómo cambió la atención en un siglo: de curanderos a operaciones intrauterinas. Y reclaman volver a acompañar al paciente, algo difícil hoy por las presiones del sistema.




Enfermedades de Niños se llamó la primera cátedra de pediatría universitaria, creada en 1883. Poco después, en 1911, se fundó la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP), muchos años antes que sus pares europeas. De todas maneras, y más allá de lo avanzado del país en la materia, era una época en la que no existían vacunas ni antibióticos. Cien años han pasado. Un abismo para el ejercicio de la profesión que comenzó entre comadronas y niños expósitos. Sin embargo hoy, que pueden realizarse complejas intervenciones intrauterinas, elegir el sexo del bebé o vacunarse contra enfermedades que antes mataban de a miles, los mismos profesionales dicen que no todo anda bien, y que la gran falla actual tiene que ver con la atención. No se trata de echar culpas a los pediatras sino al sistema, a la presión de la obras sociales, a la demanda inagotable de los servicios públicos.

“Nosotros atendemos pacientes que tienen 90 años por delante, debemos atenderlos bien. Lo esencial es invisible a los ojos. Por eso, se debe ser lo más amplio posible dentro de una atmósfera de humanismo. Eso implica un ambiente adecuado y un tiempo lógico. Con los chicos hay que ver lo global, la historia clínica desde el nacimiento, si hasta influye que haya sido un embarazo deseado”, dice Margarita Ramonet, actual presidenta de la SAP.

Teodoro Puga, 85 años, ex presidente de la SAP, contrapone una anécdota de 50 años atrás, cuando ejercía en el hospital de Wilde: “Vinieron varios chicos con los dientes manchados, y todos vivían en Villa Azul. Como era algo muy raro fuimos al lugar. Claro, habían cubierto las calles con baterías dadas vueltas. Estaban todos intoxicados con plomo. Así que le pedimos a la municipalidad que por favor asfaltara las calles”.

Pero ese es el final. Para recorrer la historia de todo este siglo se han reunido cuatro glorias de la pediatría local: Puga, Gustavo Berri (85, también ex presidente de la SAP), Angel Plaza (80) y Donato Depalma (83), además, historiador. Entre todos están armando un libro que cuenta la historia de la SAP. Es difícil seguirlos en la charla. Se apasionan con anécdotas, recuerdan viejos colegas, van y vienen en el tiempo.

Puga, por ejemplo –que fue secretario de Salud de la Ciudad, además de pasar por la Casa Cuna, el Pirovano y abrir el Garrahan–, recuerda que a los chicos deshidratados les decían toxicosos, y a los desnutridos graves, distróficos, aunque también los llamaban “pata de cabra”, porque tenían el sacro pegado. “Teníamos que convencer a los padres para que los dejen internados. Al principio costaba pero al mes se los llevaban contentos porque estaban gorditos”. Y cuenta algo maravilloso. Estando en el hospital de Wilde notaba que la gente no llevaba a sus hijos allí, y se dio cuenta de que era porque preferían que fueran atendidos por curanderos (“tenían más peso que nosotros”). Así que se le ocurrió hacer una reunión entre todos: médicos, vecinos y curanderos, para entrar en confianza, compartir conocimientos y repartir roles. Funcionó.

Plaza recuerda que la primera vez que entró “al Niños” (así llaman todos al hospital Gutiérrez) fue cuando tenía 4 años y un cuadro de difteria. En 1953 fue practicante y en el 2005, jefe del Departamento de Medicina. “¿Tuviste difteria?”. Sus colegas se sorprenden, y es que la enfermedad, más que frecuente por aquellos años, hizo estragos. Había que entubar, y hacer la traqueotomía rápido. Como con la poliomielitis. Todos recuerdan el uso del pulmotor, que había algunos a palanca, y que si no había o no andaban, los chicos se morían, así nomás.

Depalma recuerda la situación de los chicos no deseados. Y cuenta la historia de la ex Casa Cuna, el actual hospital Elizalde. Saca el tema porque supo ser amigo de un famoso “niño expósito”: Benito Quinquela Martín. “Yo soy un hijo de contrabando”, le dijo el pintor alguna vez con pesar.

Berri, creador de la famosa frase “Por un niño sano en un mundo mejor”, y presidente del Congreso Internacional de Pediatría de 1974 (“Vinieron 7.000 pediatras de todo el mundo, hasta los médicos descalzos chinos”), detalla las historias del “Niños” y el Garrahan, y le rinde homenaje al gran maestro Carlos Gianantonio. Recuerda que al crearse la SAP los chicos morían de tos convulsa, sarampión, rubeola, desnutrición y diarrea. Interviene Plaza: “Eran épocas en las que muchas veces lo único que se podía hacer era sentarse a mirar al chico, contener a la familia y prometerles volver. Así se hacía la ronda de pacientes. No había medicamentos. Sólo se podía esperar la evolución natural de la enfermedad. Por eso lo importante era acompañar”. Algo de eso es lo que falta hoy.

Clarin.com
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